¿TIENEN ALAS TODOS LOS ÁNGELES? – Parte 2


Como la gran mayoría de las parejas de mi pueblo, mis padres convivían sin estar casados. Así que no puedo decir que soy hijo de padres divorciados. Puedo recordar que los pleitos y las discusiones entre ellos eran frecuentes. Mami se había ido de la casa varias veces, pero un día se fue para nunca más volver. Al igual que nuestros padres, los cuatro hermanos también fuimos separados. A mí me tocó quedarme con el viejo. Papi nunca se “casó” otra vez así que desde mis 8 años él cumplió las funciones de padre y madre en mi vida.

Poco después de la separación de mis padres y mis hermanos, comencé el 3er grado de mi educación primaria en la escuela pública Juan Pablo Duarte. Aunque fui bendecido con dos excelentes maestras en mis primeros dos años de escuela, mi profe de tercero fue un verdadero ángel para mi vida. Se encariñó conmigo de tal manera que sentía como si fuera la madre que no tenía. Mantenía el curso en orden con una mezcla misteriosa de amor y disciplina. Su voz era tierna, su carácter era firme y cariñoso a la vez, enseñaba de tal manera que uno tenía ganas de aprender más con ella. Yo no recuerdo haber faltado ni un solo día a las clases.

Cada día quería volver a ver ese rostro, quería escuchar otra vez esa dulce voz, deseaba seguir aprendiendo con aquel ángel. Quería que aquel año escolar durara una eternidad, pero eso no era posible. A medida que pasaban los meses sentía tristeza pensando que aquella señora (a quien mi corazón ya sentía como una mamá) ya no sería mi profe. Supongo que para la mayoría de mis compañeritos que vivían con sus mamás, el término del año escolar no significaba nada del otro mundo. Para mí era diferente. Esa señora no solo había llenado mi mente con gramática, aritmética, ciencia e historia. También había llenado mi corazón de aceptación, apoyo y cariño.

El verano llegó. Las clases terminaron. Me despedí de mi querida profe María Montilla. Mi corazón estaba triste. Pero Dios ya había preparado algo especial para mí para el siguiente año escolar. De eso hablaré en una futura reflexión. El punto es que al rememorar la forma como mis primeras cuatro maestras de escuela primaria afectaron mi vida he llegado a las siguientes conclusiones:

1.     Los profesionales más importantes de todas las sociedades del mundo son los maestros de los niveles iniciales y básicos. Todo lo que uno aprenda como adulto será edificado sobre el fundamento que nuestros primeros maestros y maestras hayan establecido. Estos héroes y heroínas deben recibir mayor reconocimiento público y una remuneración más justa.

2.     Todo maestro o maestra (cualquiera que sea el nivel que enseñe) necesita recordar que el aspecto afectivo desempeña una función clave en el aprendizaje. Los maestros cuyo carácter irradian empatía e interés en los alumnos tendrán un impacto mucho más profundo y duradero.

3.     Está errado el concepto popular de éxito según el cual triunfar en la vida consiste en obtener muchas posesiones materiales, una posición laboral alta o llegar a ser famoso. En mi opinión, éxito es cuando logramos cumplir fielmente con la misión que Dios nos ha encomendado, sea ésta “grande” o “pequeña”. La gran mayoría de los maestros de escuela primaria jamás llegarán a ser famosos, ni adinerados, ni ocuparán posición administrativa alguna, pero ya son personas de éxito al ser fiel a su vocación e impactar la vida de otros de manera positiva. La mayoría de las personas que son exitosas ante los ojos de Dios, pasan desapercibidas ante los ojos de los periodistas, los historiadores o las redes sociales. Pero quienes hemos sido bendecidos por tales personas somos testigos del impacto que un héroe anónimo puede tener sobre otros.  

Pasado los años, seguí en contacto con mi amada profe María Montilla. La visité varias veces a lo largo de los años ya como adolescente, como joven y como adulto hasta aquel triste día que asistí a su funeral.  Para mí esta mujer fue un ángel que llegó en un momento muy oportuno a mi vida. Un ángel sin alas, pero definitivamente un ángel. Cada día de las madres no puedo evitar recordarla. Todas las personas que trabajan con niños deben saber que, para bien o para mal, dejarán una huella permanente en la vida de esos pequeños.  Es una huella que permanecerá aun pasadas las décadas. Pidamos a Dios que nos transforme de tal manera que nuestra influencia sobre las generaciones más jóvenes sea una herencia de bendición. 

Aneury Vargas,
AIIAS, Filipinas

31 de mayo de 2018

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