ALFABETIZANDO EL ALMA


Hola, mis queridos amigos y amigas,

 
Hace poco más de 30 años tuve una de las experiencias más maravillosas y anheladas de mi vida: ser alfabetizado.  Antes de aprender a leer sentía que vivía en la oscuridad.  Desde muy temprano sentía ansias por descifrar todos esos signos sin sentido que veía en los libros y en los letreros de la calle. 

Recuerdo que uno de los tiempos más desesperantes de mi vida fue cuando la Pepsi lanzó un concurso de tapitas de refrescos (chapitas) coleccionables (no sé cuántos de los que leen recordarán esa época a comienzo de los 80s).  Uno removía una goma color gris que había en el interior de las tapitas y podía encontrar imágenes coloridas de los Súper Amigos y muchos otros superhéroes.  Claro que yo podía identificar fácilmente a los más conocidos: Supermán, Batman y Robin, Aquaman, la Mujer Maravilla, etc.  Pero había un montón de otros "superhéroes" que yo no conocía, y como no podía leer los nombres, me desesperaba.  Esperaba que Papi llegara de trabajar del Ingenio Río Haina para pedirle que me leyera los nombres de esos ignotos muñequitos

Cansado de las peticiones inoportunas del curioso muchacho, Papi decidió resolver el problema: inscribirme en la escuela.  Bueno, a la verdad es que no sé cuándo pensaba hacerlo, pues ya tenía siete años cuando me inscribieron y entré directamente a 1º. Grado, sin pasar por ningún nivel preescolar como muchos de mis contemporáneos.  Y como dice Armando Manzanero, "parece que fue ayer".  Todavía recuerdo mi primer día en la escuela: uniforme color kaki nuevecito, mis zapatos domingueros, mi cuaderno Petete, mi libro Nacho, lápiz, borra, sacapuntas, mochila, nuevos amigos ¡Cuánta emoción!  Recuerdo de manera especial el rostro, la sonrisa y la paciencia de mi primera maestra: Bertha Medrano, la primera persona que me ayudó a decodificar el mensaje detrás de esos otrora signos sin sentido llamados letras. 

Quedaré por siempre endeudado con todos los maestros y maestras que todavía contribuyen con mi formación, pero muy especialmente con esos cuatro ángeles (mis primeras cuatro maestras en la Escuela Juan Pablo Duarte de Villa Penca, Haina) quienes llegaron a ser como madres y amigas para mí: Bertha MedranoMilagros ReyesMaría Montilla y Martha Rosario ¡Cómo olvidarlas! ¿Por qué olvidarlas? Si este fuera un mensaje en Facebook te pediría que le dieras un like si tuviste maestras inolvidables como las mías.  Ellas hicieron mucho más que simplemente introducirme al mundo de las letras, las figuras y los números.  Le dieron vida a mi vida con su ternura maternal y su vocación magisterial. 

Parece coincidencia, pero no creo que lo haya sido.  Tres décadas después de haber sido alfabetizado por la profesora Bertha Medrano en esa aula alquilada de la escuela pública de mi barrio, me encontraba otra vez siendo alfabetizado; esta vez en un país muy distante y una lengua muy distinta.  Mi primera profesora de árabe en Egipto, Fadia Salama, tenía un parecido físico increíble con mi primera maestra de primaria.  Sus sonrisas eran definitivamente diferentes, pero su paciencia y sabiduría para enseñar no podían ser más parecidas.  Fadia también llegó a ser como una madre para mí, mi esposa y mis hijos.  Visitar a Fadia era una de las cosas que más disfrutábamos mi familia y yo durante los dos años y medio que pasamos en Egipto. 

La profesora Fadia me enseñó a leer y a escribir en árabe.  Y después de un tiempo, esas figuras extrañas que veía en los libros y en los letreros de las calles de Egipto, comenzaron a cobrar sentido ¡Qué emocionante experiencia!  Debo admitir que cuando comencé a escribir en árabe ni me lo creía.  Sentía que estaba dibujando más que escribiendo (bueno, a decir verdad, todavía siento que escribir en árabe es como dibujar).  Fadia me enseñó los fundamentos de la interesante gramática árabe y muchos aspectos de esa hermosa lengua semítica.  Todo iba de maravillas hasta que llegamos a los verbos irregulares y a algunas frases idiomáticas (¿por qué tienen que existir?).  Con frecuencia me olvidaba de cosas que habíamos estudiado y la profe Fadia, tratando de disimular su impaciencia, me decía "Aneury, pero eso lo estudiamos antes ¿ya lo olvidaste?".  El escuchar esta frase tantas veces hizo que mi sensibilidad infantil reviviera y temía tanto escucharla otra vez que me bloquée mentalmente y decidí cambiar de escuela de árabe.  Fadia nunca se molestó conmigo (al menos no lo manifestó) por que hubiera cambiado de maestro; nuestra amistad y nuestras visitas continuaron iguales después de eso. 

Como mencioné en un mensaje anterior, fue durante nuestra estadía en Egipto que decidí alfabetizar a mi hijo Abdiel. Siendo que teníamos planes y sueños de quedarnos allí a largo plazo y que él ya estaba siendo alfabetizado en inglés y en árabe en la escuela, entendí que el chico también debía conocer el idioma de Cervantes que era, al fin y al cabo, su lengua madre.  Hice uso de un libro Nacho que la Profe Miriam Martínez nos había regalado en República Dominicana con esos fines y traté de imitar el método que la profesora Bertha había utilizado conmigo.  Todos los días teníamos secciones de lectura, caligrafía y dictado. 

Todo iba bien hasta que llegamos a las letras q, g, c, b, v. Me impacientaba cuando en los dictados Abdiel escribía qeso (en lugar de queso); mangera (en lugar de manguera) o baca (en lugar de vaca), etc. Entonces me sorprendí a mí mismo varias veces diciendo "Abdiel, pero eso lo estudiamos antes ¿ya lo olvidaste?".  Lo mismo ocurrió varias veces en la escuela para refugiados donde trabajaba como maestro voluntario.  Más de una vez me sorprendí a mí mismo en mis clases de gramática inglesa diciendo a mis estudiantes "Chicos, pero esto ya lo hemos visto varias veces ¿es que ya lo olvidaron?". Entonces me di cuenta que estaba haciendo a mi hijo y a mis alumnos lo mismo que me molestaba que me hicieran a mí.  Mis "víctimas" tenían la desventaja de que ni eran adultos ni podían cambiar de papá o de maestro.  Le doy a gracias a Dios que me hizo percatarme de esa dañina tendencia.  Estaba actuando en flagrante violación de la reglad de oro de nuestro Señor Jesucristo:

"Así, todo lo que queráis que los hombres os hagan, hacedlo también vosotros a ellos.  Esta es la Ley y los Profetas" (Mateo 7:12).

Los seres humanos tenemos una extraña tendencia a exigir lo que no damos.  Con frecuencia demandamos de Dios y de los demás el amor, la paciencia, el perdón, la honestidad, la justicia que no ofrecemos a otros.  A veces somos impacientes con los defectos de los demás, mientras pasamos por alto nuestras propias (y con frecuencia mayores y peores) imperfecciones.  ¿Y cómo llegamos a caer en esta miopía tan selectiva?  Lo hacemos por medio de la práctica de un juego sucio en el participamos a veces inconscientemente: comparando nuestras virtudes con los defectos de los demás.  Minimizamos al mínimo nuestros defectos, mientras resaltamos nuestras supuestas virtudes al tiempo que maximizamos al máximo los defectos de los demás mientras obviamos sus puntos fuertes y así quedamos "bien parados".  Para erradicar esta nefasta tendencia necesitamos tener alfabetizada el alma, una obra que solo puede llevar a cabo el mejor de los maestros el Espíritu Santo. 

Los hombres que trajeron la mujer adúltera ante Jesús para que la condenara, habían puesto toda su atención en los públicos y evidentes actos pecaminosos de la acusada, mientras pasaban por alto toda la oculta amalgama de envidia, orgullo, codicia y justicia propia que se albergaba en sus corazones.  Ante la sociedad eran hombres admirables y respetables, pero nuestro Señor podía leer muy bien las intenciones y conocía todos los detalles de sus vidas privadas.  Por eso, ante la insistencia de ellos de que la mujer fuera apedreada por su adulterio, Jesús respondió con las célebres palabras:

"El que de vosotros esté sin pecado, que tire la primera piedra" (Juan 8: 7)

Dichas estas palabras, nuestro Señor siguió escribiendo misteriosamente en el suelo mientras cada uno de los acusadores dejaba caer sus piedras y se marchaba avergonzado al darse cuenta que había Alguien que los conocía íntegramente (Juan 8: 8, 9).  Al igual que nosotros, ellos estaban descalificados para juzgar y condenar, porque ellos también eran pecadores. 

Ahora que solo le queda un día al agonizante 2012, quisiera concluir esta reflexión animándote a hacer de este nuevo año 2013 un año de crecimiento para tu vida.  Aún si fallaste en tus resoluciones del año pasado, intenta otra vez, tal vez con metas más específicas y realistas, pero no por eso menos ambiciosas.  Necesitamos actualizarnos en nuestras áreas de conocimiento e incursionar en otras áreas que puedan aumentar nuestro acerbo de cultura general y servir de complemento a nuestra especialidad.  Necesitamos educar nuestra mente continuamente.  Elena G. White escribió:

"Nunca piense que ya ha aprendido suficiente, y que ahora puede descansar.  La mente cultivada es la medida de un hombre o una mujer.  Su educación debiera continuar durante toda su vida; debiera aprender algo cada día y usar en forma práctica los conocimientos adquiridos" (Testimonies for the Church, tomo 4, p. 561).

Pero además de educar nuestra mente, también necesitamos tener el alma alfabetizada.  No debemos tratar de crecer académica y profesionalmente a expensas de nuestras relaciones con nuestro prójimo.  Si existe tal persona, no lo sé, pero no conozco a nadie que se hay alfabetizado a sí mismo.  Si hemos de aprender a aceptar, a amar, a perdonar, a ser pacientes y compasivos con los demás de la misma forma en que quisiéramos que otros lo fueran con nosotros, alguien tendrá que enseñarnos ese arte.  Jesús enseñó, por precepto y ejemplo, esta regla de oro a sus discípulos hace dos milenios, y también nos la quiere enseñar a nosotros hoy.  Para ello necesitamos conocer personalmente a Dios, quien es la fuente de ese amor que no nace de manera natural en nuestras almas contaminadas por el egoísmo.  Recuerda que:

El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor (1 Juan 4:8).

Que Dios nos ayude a educar la mente y a alfabetizar el alma en este nuevo capítulo de la vida que comienza pasado mañana,
  
Aneury Vargas
UNAD, 30 de diciembre 2012





 

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