SEMANA SANTA: LA ESPERANZA DE LOS QUE NO SABEN BAILAR
Nací y me crie en un barrio pobre llamado Villa Penca, en mi pueblo natal de Haina, San Cristóbal. Considero que mi niñez fue bien interesante y curiosa. Hubo muchos momentos difíciles en ella, pero ninguno tuvo que ver con la pobreza sino con las relaciones sociales con los demás niños y adolescentes del barrio.
La manera de medir el valor de un muchacho en mi barrio no era determinar cuántos tenis, ropa nueva o juguetes caros tenía. Como todos éramos pobres (unos más que otros, claro) no había mucha competencia en esos asuntos ¿juegos electrónicos? ¡Ni pensarlo! En ese tiempo sólo unos pocos niños (que tenían algún familiar en Nueba Yol) podían disfrutar de un Atari para jugar Mario Bros.
¿Cómo se medía entonces el valor y la importancia de alguien? Había tres indicadores básicos que medían la popularidad y la aceptación de cualquier muchacho en el grupo: bailar, pelear y jugar pelota (béisbol). Los muchachos más populares del barrio eran aquellos que sobresalían en estas tres áreas. Los muchachos promedios, sin embargo, sólo eran buenos en una o dos de éstas. Pero yo tenía un PEQUEÑITO problema: no sabía bailar, no me gustaba pelear y era pésimo jugando pelota.
Me gustaba ir a los cumpleaños del barrio para comer bizcocho, pero a la hora de bailar con las niñas pasaba la vergüenza del mundo. Cuando alguien me buscaba problemas no me gustaba pelear por dos razones principales: primero, no me gustaba aguantar golpes (todavía no me gusta) y segundo, cuando yo ganaba una pelea (lo cual ocurría con muy poca frecuencia) entonces sentía pena por el muchacho al que yo le había pegado. Cuando los muchachos jugaban béisbol con sus pelotas de media y sus bates de palo de javilla o guayaba, a nadie le gustaba tenerme en su equipo, porque yo siempre me ponchaba o nunca cogía una bola. ¡¡Imagínese usted!!
El rechazo y la burla que recibía de los "muchachos populares" del sector me destrozaban. La cuenta emocional de mi autoestima estaba en banca rota. Los demás y yo mismo me consideraban como un cero a la izquierda ¿para qué podía servir un muchacho que no sabía ni bailar, ni pelear ni jugar pelota? Sin embargo hubo un área de mi vida en que las cosas marchaban de manera diferente: la escuela.
Me inscribieron en la escuela cuando tenía 7 años y comencé directamente en primero. Desde el mismo comienzo "se me metió una fiebre" con los estudios que nunca se me ha quitado. Todavía recuerdo los rostros, los nombres completos y la voz de mis primeras cuatro maestras en la escuela pública donde estudié en ese tiempo. Esas mujeres eran como ángeles, eran verdaderas maestras de vocación: Bertha Medrano, Milagros Reyes, María Montilla y Martha Rosario.
Me gustaba mucho la escuela, entre otras cosas, porque en el aula me sentía protegido de las burlas del barrio y porque mis maestras eran como madres para mí (yo me crie solo con mi papá). Además, como mis calificaciones eran altas, sentía que había por lo menos algo en lo que era bueno. Mis maestras, algunos de mis compañeros y mi viejo parecían sentirse muy orgullosos de mí y esto me animaba mucho. Sin embargo, como seguía sin saber bailar, pelear o jugar los compañeros del barrio no se impresionaban mucho con mis notas.
Pero mientras más crecía y seguía aprendiendo en la escuela, menos me importaba lo que los demás pensaran de mí. Además había otras cosas que me encantaba hacer en el barrio para las cuales no necesitaba aprobación del grupo: andar muchísimo, subirme en los árboles, jugar el topao y ver "muñequitos" (José Miel, Candy, Cobra, el Vengador, el Galáctico, la Ranita Demetán, Thundercats, etc.) De modo que a pesar de todo, pienso que tuve una niñez muy feliz.
En esos años de mi niñez escuché por primera de Jesucristo por la obra de las Sociedades Bíblicas en las escuelas públicas y por las escuelas bíblicas de verano que hacía la Iglesia Evangélica de mi barrio. Ese personaje me impresionó mucho y comencé a sentir deseos de conocerlo más, pero rehuía la idea de entregarme a Él, aunque tenía planes de convertirme cuando creciera. Pero luego llegaron los interesantes años de la adolescencia.
Me había mudado a otro barrio y ahora estudiaba en un colegio privado con gracias a la ayuda de mi maestra de sexto grado (Martha Rosario). En ese nuevo ambiente, había desafíos nuevos, y comenzaron otra vez mis deseos de encontrar aceptación en el grupo. Las luchas eran más sutiles. Los muchachos populares eran los que vestían bien, eran de "buena" familia, pagaban el colegio a tiempo, conquistaban a las muchachas más bonitas, eran buenos jugando básquet o pelota, etc.
Fue en ese tiempo cuando me encontré de frente con el Señor Jesucristo. Sentía que debía cumplir la "promesa" que había hecho de entregarme a él cuando creciera. Pero ahora tenía miedo de convertirme, pues quería "disfrutar" la vida un poco más. En mi nuevo barrio tenía varios amigos evangélicos con quienes asistía a la iglesia de vez en cuando. Me decían que tenía que convertirme pronto porque si moría en ese estado me iría el infierno y me estaría quemando allí por millones y millones de años sin fin, sin poder morirme.
A mí la verdad es que nunca me ha gustado el fuego. La idea esa de quemarme por toda la eternidad SIN PODER MORIRME me atormentaba. En ese tiempo comencé a desear que hubiera un punto intermedio entre aceptar al Señor Jesucristo y rechazarlo, una especie de terreno neutro. Pero lo del infierno no era la única razón por la que no quería seguir rechazando a Dios, en realidad sentía que después de todo lo que había hecho por mí, Él no merecía mi rechazo. Quería solo tener amor y admiración por Jesucristo, pero sin compromisos ni entrega. Iba a la iglesia de vez en cuando y oraba con cierta frecuencia, pero no quería someterme a Él ni entregarle mi vida.
Quería tener la flexibilidad para hacer lo que yo quisiera y al mismo tiempo sentir que Dios estaba feliz conmigo. Quería encontrar un punto intermedio, pero nunca lo hallé. Finalmente en el verano de 1991 rendí mi vida por completo al Señor Jesucristo. Descubrí en Él un Salvador y Amigo que me acepta independientemente de mis logros o fracasos académicos, deportivos o sociales. Me sentía aceptado tal como soy.
Encontré en Jesucristo no sólo perdón, salvación y sentido para mi vida, sino también la fuente principal de mi autoestima. Encontré a alguien que me valoraba. No me entregué a Él por miedo al infierno, pues cuando me convertí había descubierto que la idea del infierno como la presentan algunos cristianos es un concepto que NO existe en las Sagradas Escrituras. Me entregué porque descubrí que en realidad no existe un punto medio con respecto a Jesús. O lo rechazamos por completo o lo aceptamos como el Señor y Salvador de nuestras vidas.
Pasados los años, conocí y me casé con una muchacha bonita que parece que tampoco "la brincaron cuando estaba chiquita" y que es tan "mala pata" como yo, que no le gusta ni le interesa la pelota y que no le gusta ni siquiera discutir, así que imagínese usted, Dios me la mandó justo a mi medida.
Hace dos mil años, durante la primera semana santa, Poncio Pilatos se formuló esta pregunta "¿Qué haré con Jesús llamado el Cristo?" (Mateo 27:22). Pilatos sólo tenía dos opciones. Quería liberar a Jesús convencido de que era totalmente inocente, pero el pueblo que gobernaba quería la crucifixión inmediata de Jesús. El gobernador romano intentó encontrar un punto intermedio. Quería complacer al pueblo, y al mismo tiempo quería tener la conciencia tranquila. Así que decidió azotar a Jesús (aunque él mismo había repetido varias veces a los dirigentes judíos que el acusado era inocente), Jesús fue golpeado, escupido y coronado con puntiagudas espinas que se introdujeron en su cabeza. Los soldados se burlaron de él, sus discípulos lo abandonaron y uno de sus amigos más cercanos negó con juramentos y maldiciones que le conocía.
A pesar de que a Pilatos le hubiera gustado tener una tercera opción, un punto intermedio, tal opción no existía. Los judíos querían a un Jesús muerto no un Jesús sufriente. Pilatos seguía con dos opciones únicamente: liberar al inocente o crucificarlo. Pilatos intentó calmar su conciencia lavándose las manos, pero ese primer viernes santo cuando él autorizó la crucifixión del Señor sus acciones fueron registradas en los libros de los cielos y su récord quedó manchado para siempre.
Y ahora, más dos mil años después, nosotros también necesitamos responder a la misma pregunta que formuló Pilatos "¿Qué haré con Jesús?". Al igual que en la primera semana santa, hoy también existen solo dos opciones en el menú. Podemos hacer cualquier cosa con este hombre, pero ciertamente no podemos ignorarlo ni pretender que nunca existió.
Millones de personas en Occidente andan buscando una tercera opción, un punto neutral con respecto a Jesucristo. Saben que no pueden negar su existencia como personaje histórico, pero tan poco quieren seguirlo ni someterse a él. Algunos (como Dan Brown y su Código Da Vinci) quieren desacreditar el Jesús del Nuevo Testamento, porque reconocen que si el Jesús de los Evangelios es el verdadero, entonces tendrían que someterse a Él. Muchos de los partidarios de la Nueva Era o de los "pensadores libres" con mentalidad secular y postmodernista están dispuestos a aceptar Jesús como a un maestro iluminado (al estilo de Buda), como un gran filósofo (al estilo de Confucio) o como un gran reformador social. Otros, sobre todo en Medio Oriente, están dispuestos a recibir a Jesús como un gran profeta (al estilo de Mahoma o Moisés). Pero Jesús no cabe en ninguna de esas categorías.
¿Qué pensarías de un profeta, filósofo o maestro que se atreva a decir: Yo Soy la Vida, Yo Soy la Verdad, Yo Soy el Único Camino hacia el Padre, Yo Soy la Resurrección, Yo Soy el Pan de Vida, el Padre y Yo Somos Uno? Como decía C.S. Lewis, una persona que se atreva a expresar tales pretensiones o es un lunático con necesidad urgente de servicios siquiátricos o es lo que dice ser. No hay punto medio. Quienes escribieron el Nuevo Testamento eran testigos presenciales de las cosas que Jesús hizo y dijo, por lo tanto necesitamos tomar una decisión con este Jesús de Nazaret.
Hay sólo hay dos alternativas: (1) lo rechazamos absolutamente por ser un mentiroso, engañador, lunático (2) o lo aceptamos como lo que Él pretendió ser: el Salvador y Señor del Mundo. No podemos solamente admirar o elogiar a Jesús. Necesitamos adorarlo, obedecerlo, imitarlo, someter nuestras vidas a Él, aceptarlo como nuestro Salvador y Señor. Él mismo dijo:
«El que no está conmigo, contra mí está; y el que conmigo no recoge, desparrama» (Mateo 12:30).
Hacen dos mil años, el primer Viernes Santo, el Señor y Salvador del mundo derramó su sangre para redimirnos. Nuestro valor como personas no depende de lo que sabemos, tenemos o hacemos, sino de lo que ÉL hizo por nosotros, del valor que su sacrificio nos atribuye. El Apóstol Pedro lo dijo en mejores palabras:
«Tened presente que habéis sido rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual heredasteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación». (1 Peter 1:18-19).
Ahora que se acerca la Semana Santa, te pregunto una vez más: ¿Qué harás con Jesús? Yo he decidido seguirlo, obedecerlo, someterme a Él y aceptar la salvación gratuita que Él compró para mí en la primera semana santa. Y tú ¿qué harás?
Quisiera dejar contigo los versos del anónimo Soneto al Cristo Crucificado, los cuales nos invitan a valorar el altruista amor de Dios hacia nosotros:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
¡Tú me mueves, Señor! Muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Aneury Vargas,
El Cairo, Egipto
23 de abril de 2011
Comments
Post a Comment