¿POR QUÉ FALLECIÓ NUESTRA LICUADORA?

¿POR QUÉ FALLECIÓ NUESTRA LICUADORA?

Hace menos de una semana ocurrió algo triste e inusual en las inmediaciones de nuestra universidad. Un compañero de estudios que vive fuera del campus se dirigía a su casa con su hija de edad universitaria cuando se encontraron con un asaltante que recurrió a la violencia al encontrarse con una inesperada resistencia.  El delincuente le dio dos disparos a la muchacha antes de emprender la huida.  Los balazos fueron en el hombro y en la pierna. Por la gracia de Dios, la chica está ahora fuera de peligro.  Este tipo de incidentes es extremadamente inusual en la localidad donde está ubicada nuestra institución.  Todos han reaccionado con una mezcla de sorpresa y tristeza.

Cuando ocurren tragedias como estas siempre surge la inevitable pregunta «¿POR QUÉ?». Estoy seguro que durante el año que terminó hace poco habrás visto en tu propia vida o en la vida de personas conocidas situaciones que han arrancado un «¿por qué?» de tu corazón.  Es muy probable que en este nuevo viaje de 12 meses se repitan algunas de esas escenas. Con frecuencia nos preguntamos «¿Por qué se cerró esa puerta?», «¿Por qué mi ser querido partió a destiempo?», «¿Por qué las cosas no han salido bien a pesar de que yo he hecho mi parte?», «¿Por qué…?», la lista de circunstancias tristes y confusas podría llenar muchas páginas.

Antes de venir a Filipinas, recibimos muchas y muy útiles orientaciones de una familia dominicana que había estudiado aquí en AIIAS.  Una de las cosas que nos advirtió la hermana Sarah García fue que el voltaje en Filipinas es 220v, pero que siendo una institución con tantos estudiantes precedentes de muchos países, había algunos receptáculos (enchufes hembras) que tenían 110v. El consejo era que debíamos identificar esas conexiones al momento de conectar cualquier aparato eléctrico traído de República Dominicana.

Seguimos el consejo al pie de la letra.   Marcamos con un creyón el único receptáculo de nuestro apartamento que tenía 110 voltios.  Solo habíamos traído nuestra plancha y la licuadora y siempre las conectábamos en el mismo lugar.  Pero un día lo indeseado ocurrió. Bueno, no hace falta ser un ingeniero eléctrico para saber lo que pasa cuando uno le mete 220 voltios a un aparato diseñado para recibir solo 110.  Nuestra licuadora recibió más carga eléctrica de la que podía soportar.  Nos dimos cuenta del craso error casi de inmediato.  Y hasta nos dio alivio ver que aunque con menos velocidad y con un ruido extraño, todavía podía funcionar.  Solo estaba medio herida. Pero solo pudimos hacer dos batidas de guineo después de ese día. Al poco tiempo nuestra licuadora falleció.

El día de mi cumpleaños tuvimos una conversación familiar en casa.  Después de tocar varios temas, Abdiel nos sorprendió con una pregunta, «Papi, ¿por qué cuando ustedes hablan conmigo y con Cindy nosotros entendemos todo lo que ustedes nos dicen, pero cuando hablan entre ustedes casi no entendemos nada?»  Su pregunta me hizo reflexionar profundamente.  Me parece que Dios tiene respuesta para todas nuestras preguntas, pero las respuestas, con frecuencia, pertenecen a la esfera de los «pensamientos y conversaciones de adultos» (220 voltios), pero nuestra mente «infantil» apenas puede soportar 110 voltios.  Dios se ve obligado o a adaptar su respuesta para nosotros o postergarla hasta más tarde.  Las palabras que Jesús dirigió a Pedro en una ocasión sirven de perfecta ilustración:

«Ahora no entiendes lo que estoy haciendo —le respondió Jesús—, pero lo entenderás más tarde» (Juan 13:7).

El problema es que el ser humano se niega a vivir con incógnitas.  Nuestra cultura nos ha educado para sentir que tenemos el derecho de vivir felices a cualquier precio, libres de todo tipo de sufrimiento y con todas nuestras preguntas respondidas. No hay lugar para el dolor y el silencio. Por difícil que resulte aceptarlo o comprenderlo, muchas veces el silencio de Dios ante nuestras interrogantes son un acto de misericordia.  Dios tiene capacidad para responder todas nuestras preguntas, pero nosotros no tenemos capacidad de recibir todas sus respuestas. Nuestra mente solo puede recibir 110 voltios o menos.  Las palabras dirigidas por nuestro Señor a sus discípulos antes de su ascensión muy bien se aplican también a nosotros:

«Muchas cosas me quedan aún por decirles, que por ahora no podrían soportar» (Juan 16:12).

Honestamente, no es tan fácil vivir sin saber si nuestras inquietudes serán respondidas o no.  Nos gustaría que nuestra historia terminara como la de José, que experimentó gloria y prosperidad al final de la prueba, como la de Job cuyas bendiciones postreras fueron mucho mayores que las primeras. Pero debemos recordar que no todas las historias de la Biblia terminan de esa manera. En primer lugar, no olvidemos que Job sufrió terriblemente sin nunca saber por qué sufría. Nosotros sabemos ahora, pero él nunca lo supo.  En segundo lugar, en las Escrituras también hay historias como la de Juan el Bautista. A pesar de su inquebrantable fidelidad a Dios, sus días terminaron con sufrimiento y muerte. Nunca fue librado. «¿Por qué?» es lo que instintivamente preguntamos.  

Hace poco mi amiga Laura Durán compartió esta profunda y consoladora cita que me parece oportuna en esta ocasión:

«Todo lo que nos dejó perplejos en las providencias de Dios quedará aclarado en el mundo venidero. Las cosas difíciles de entender hallarán entonces su explicación. Los misterios de la gracia nos serán revelados. Donde nuestras mentes finitas discernían solamente confusión y promesas quebrantadas, veremos la más perfecta y hermosa armonía. Sabremos que el amor infinito ordenó los incidentes que nos parecieron más penosos. A medida que comprendamos el tierno cuidado de Aquel que hace que todas las cosas obren conjuntamente para nuestro bien, nos regocijaremos con gozo inefable y rebosante de gloria» (E.G. White, El Hogar Cristiano, p. 516).

Como muchos de nosotros, el profeta Habacuc encontraba difícil vivir con tantas preguntas sin contestar.  ¿Por qué Dios no intervenía? ¿Por qué parecía tan distante e insensible? ¿Por qué hay que esperar hasta llegar al Reino de los cielos para entender? Con el tiempo, el profeta descubrió el secreto de Job. Aprendió a amar y a confiar en el Padre Celestial aún en medio de la oscuridad. Aprendió a disfrutar de la paz aún en medio de la tormenta. Tú también puedes aprender. Él mismo Padre te quiere enseñar a vivir como Habacuc:

Aunque la higuera no dé renuevos,
    ni haya frutos en las vides;
aunque falle la cosecha del olivo,
    y los campos no produzcan alimentos;
aunque en el aprisco no haya ovejas,
    ni ganado alguno en los establos;

Aun así, yo me regocijaré en el Señor,
    ¡me alegraré en Dios, mi libertador!

El Señor omnipotente es mi fuerza;
    da a mis pies la ligereza de una gacela
    y me hace caminar por las alturas.
(Habacuc 3:17-19).

¿Situaciones que no puedes comprender? Acuérdate de los 110 voltios.  Dios te bendiga.

Escucha esta linda y corta canción de Steve Green: https://www.youtube.com/watch?v=g20hwjxuTj0

Aneury Vargas,
Silang, Cavite, Filipinas
24 de enero de 2015


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