¿POR QUÉ SE ME ESTÁN QUITANDO LAS GANAS DE JUZGAR?

¿POR QUÉ SE ME ESTÁN QUITANDO LAS GANAS DE JUZGAR?


Cuando era chico, no era un muchacho tan “malo”.  Claro, lo consideraba así porque mi definición de “maldad” era muy limitada. Se refería básicamente a acciones y apariencias externas que eran, desde mi punto de vista, “evidentemente” incorrectas.  Parece que Papi compartía mi perspectiva, porque cuando le entregué mi vida al Señor Jesucristo me dijo «Pero, mi hijo, tú no tienes de qué arrepentirte». Esto explica cómo llegué a desarrollar una inclinación con la que he luchado toda mi vida: la tendencia de juzgar y condenar a otros (la mayoría de las veces solo en mi mente).  Pero con el paso del tiempo se me han ido quitando las ganas de juzgar.  A continuación te explico el porqué.

A mi tendencia a juzgar se le añadía mi visión muy idealista de la vida.  Cuando era un nuevo creyente y descubrí que había parejas de esposos en la iglesia que enfrentaban problemas matrimoniales, me decía para mis adentros «¿Cómo puede haber parejas cristianas que discuten? Eso no debe pasar en ningún hogar cristiano. Cuando yo me case mi hogar será diferente». Pero después de algunos años me casé solo para darme cuenta de que «una cosa es con guitarra, y otra con violín».  

De todos modos, seguía con mi tendencia. Mi esposa y yo habíamos planeado esperar dos años antes de «buscar» nuestro primer bebé.  Recuerdo mi actitud hacia algunos padres y niños de las congregaciones que me tocó pastorear.  Con ceño fruncido me preguntaba cómo podía haber padres que no podían controlar el comportamiento de sus hijos. Pero luego nacieron mis super poderosos vástagos y, misteriosamente, me volví más paciente y compasivo con los niños.  Entendí mejor el dicho «Antes de casarme tenía seis teorías sobre cómo educar a los niños. Ahora tengo seis hijos y ninguna teoría».

El Señor ha usado los años y la experiencia para hacerme madurar.  El proceso no ha concluido, pero cada vez tengo menos ganas de juzgar y condenar a los demás. He ido aprendiendo en el camino que soy tan débil y tan vulnerable como las personas a quienes me siento inclinado a condenar. No soy menos frágil que ellos. Además ahora que tengo hijos que están creciendo, tampoco tengo muchas ganas de señalar a los jóvenes cuando yerran. Mi esposa y yo estamos orando y trabajando para encausar a Abdiel y Cindy en los caminos del Señor, pero por muy buen trabajo que hagamos, ellos siempre conservarán la misma libertad de elección que tuvieron Adán y Eva cuando fueron creados por el mejor Padre del universo.

Hay un relato que ilustra de manera perfecta la forma como Dios trata con nosotros y también cómo nosotros tendemos a juzgar a los demás. Es la historia de la mujer encontrada en adulterio (Juan 8). Los dirigentes religiosos [de quienes, irónicamente, la misma Biblia en general no presenta un cuadro muy halagüeño] habían traído a Jesús a esta mujer atrapada «con las manos en la masa» con el propósito de tenderle una trampa. La Ley ordenaba que tales personas fueran apedreadas (Levítico 20:10), pero el Señor Jesús quedó silencioso mientras los legalistas fariseos insistían en la condenación de aquella desdichada mujer.

El Maestro luego se agachó tranquilamente y mientras escribía con su dedo unas misteriosas palabras en el piso polvoriento de los atrios del templo donde se desarrollaba aquella escena, pronunció las célebres palabras:

«El que de ustedes esté sin pecado, que tire la primera piedra» (Juan 8:7).

Luego siguió escribiendo lo que algunos comentaristas dicen que era una lista de los pecados secretos de aquellos hombres.  El relato cuenta que, «acusados por su consciencia», fueron desapareciendo uno por uno del lugar, comenzando con los más viejos.  Como podemos ver, tenemos una capacidad increíble para pasar por alto nuestros propios defectos y pecados mientras nos  concentramos en los errores de los demás (Mateo 5:1-5).

Bueno,  muchos ya hemos descubierto que nos somos perfectos después de todo. Así que no caemos en el engaño en el que cae un burro cuando llama orejudo a un conejo. Pero entonces nos embarcamos en otra práctica más sutil y no menos peligrosa. Consiste en comparar lo mejor de nosotros con lo peor de los demás. 

Lo ilustro de esta manera. Supongamos que yo tengo la barriga grande (un ejemplo que no está muy lejos de la realidad),  pero tengo la cabeza «normal». Entonces me encuentro con una persona con la cabeza grande y me burlo de su «cabezón», olvidándome del «barrigón» que tengo. Lo justo sería comparar los defectos míos con los defectos ajenos, no mis virtudes con sus defectos, aunque en realidad lo más sabio sería no entrar en el fútil hábito de compararnos con otros.

Necesito dar un giro en este momento para advertir que no se debe confundir el pecado de juzgar con la responsabilidad de disciplinar.  Cuando obviamente una persona se está dañando a sí misma o está dañando a otros debe ser corregida. Los padres, los maestros y los líderes en general no pueden tratar de escapar de su responsabilidad de corregir y disciplinar.  Ver a una persona ir en mal camino y ser indiferente ante esa situación, solo porque queremos mantener nuestra popularidad ante el público es un acto de cobardía, de irresponsabilidad y, sobre todo, de falta de amor.  Pero no debemos disciplinar con arrogancia ni insensibilidad. La siguiente declaración de E.G. White nos recuerda con qué actitud debemos ejercer nuestra responsabilidad de corregir:

«No es seguidor de Cristo el que, desviando la mirada, se aparta de los que yerran, dejándolos proseguir sin estorbos su camino descendiente. Los que se adelantan para acusar a otros y son celosos en llevarlos a la justicia, son con frecuencia en su propia vida más culpables que ellos. Los hombres aborrecen al pecador, mientras aman el pecado. Cristo aborrece el pecado, pero ama al pecador; tal ha de ser el espíritu de todos los que le sigan. El amor cristiano es lento en censurar, presto para discernir el arrepentimiento, listo para perdonar, para estimular, para afirmar al errante en la senda de la santidad, para corroborar su pies en ella». (E.G. White, El Deseado de Todas las Gentes, p. 427).

Me parece que para hacer un buen trabajo como juez de los demás necesitamos tener por lo menos tres características: 

  1. Ser inocente. Es decir, estar libre de todo pecado.
  2. Conocer el corazón y los motivos de aquellos a quienes estamos juzgando.
  3. Conocer el cuadro completo de esa persona. O sea, todo el contexto y las circunstancias que le rodean.
En otras palabras, todos los seres humanos estamos descalificados para emitir juicios de condenación sobre nuestros prójimos. La única persona que yo conozco con esas tres características es nuestro Padre Celestial, por esa razón el papel de Juez le corresponde exclusivamente a Él. Al respecto, las Escrituras afirman, 


«Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa oculta, sea buena o sea mala» (Eclesiastés 12:14).

Esta declaración resulta aterradora para aquellos que, aunque tengan buena reputación ante el mundo, saben bien que tanto su pasado como su presente oculto lo conducirán a un final desgraciado ante un Juez que puede escrudiñar los secretos más recónditos de nuestra historia y de nuestro corazón.  Pero también hay esperanza para aquellos que reconociendo su situación, buscan ayuda con el mejor Abogado:

«Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9).

Después de solicitar los servicios de ese Abogado, necesitamos permanecer en comunión con Él y sumisión a Él para disfrutar de esta última promesa maravillosa:

«Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Romanos 8:1)


Aneury Vargas,
Silang, Cavite, Filipinas
19 de febrero de 2014


Comments

Popular posts from this blog

TRES RIDICULECES EN LA PELÍCULA "HASTA EL ÚLTIMO HOMBRE"

14 tips que nos han funcionado durante estos 14 años de matrimonio

Cómo obtener tu copia del libro "¿QUÉ HACES AQUÍ?: Reflexiones sobre el propósito de vida, las decisiones y las relaciones de los jóvenes"